martes, 9 de febrero de 2010

ASIGNATURA OPTATIVA: Caín y la primera ciudad

(Ponencia para un congreso sobre la Biblia. Pendiente de publicación)


En el cielo de Grecia, así como en el de Cananea, debían sonar campanas. Un rumor metálico recorría las alturas. El aire vibraba como si finas láminas de cobre entraran en resonancia. Al contrario que en otras culturas, la tersa bóveda celestial, reluciente bajo el impávido sol, no estaba hecha de bronce, pero acogía una serie de refulgentes cuerpos siderales: palacios deslumbrantes, forjados con metal, que divinidades herreras, como Hefesto[1] en Grecia o Kothar[2] en Cananea, habían labrado para la divinidad principal. Zeus no moraba a la intemperie en lo alto del Olimpo; del mismo modo, Baal no podía yacer bajo las estrellas. Los dioses-padres merecían un vasto palacio, suspendido en el aire, en el que recibían a la corte celestial. A dichos poderes celestiales no les gustaban mansiones de piedra o de barro, comunes entre los mortales, sino que sólo la luz o el metal reflectante era el material adecuado para levantar los altísimos techos y paredes tras y bajo los cuales los dioses supremos descansaban. La tarea de llevar a cabo la construcción de estos deslumbrantes palacios había recaído en una divinidad conocedora de los secretos de la forja, dominadora del fuego y de la sangre que circula por las venas de la tierra, compuesta por frías nervaduras metálicas a las que, en tanto que divinidad herrera y minera, tenía acceso. Del mismo modo, ya en la tierra, los templos más suntuosos y descomunales, como el santuario principal en la isla de la Atlántida, cuyas paredes eran cuidados trabajos de orfebrería que combinaban metales y piedras preciosos con el marfil, según cuenta Platón, estaban dedicados a aquellas divinidades herreras, como Hefesto, en el caso del continente perdido.
Atenea o Prometeo fueron dioses constructores en la Grecia antigua. Edificaron y enseñaron las técnicas edilicias a los hombres. Sin aquéllos, los mortales no habrían podido sobrevivir en la tierra, azotada siempre por la cólera divina ante la creciente pujanza humana. Pero ninguno construyó palacio alguno para Zeus, pues sólo sabían trabajar el barro (Prometeo)[3] o la madera (Atenea), pero no la materia con la que se edifican los soñadas moradas divinas. Quizá por este motivo, el primer constructor humano griego, Dédalo[4], era al mismo tiempo arquitecto, escultor y orfebre, diestro en los trabajos con metales (hilos de oro que trenzaba, delgadas placas de metales preciosos que martilleaba sobre una estructura de madera, pesados muros y puertas broncíneos, como las murallas que rodeaban el Hades y los anchos vanos que sellaban el paso a los Infiernos y retumbaban cavernosamente cuando se cerraban para siempre tras las sombras en pena que abandonaban el mundo de los vivos). Sus construcciones, como el laberinto, se asemejaban a endiabladas filigranas que trenzaban, como si de finos hilos de oro se tratara, pasadizos que atrapaban, al igual que una invisible redecilla metálica, a los incautos. Incluso las primeras estatuas, obra de Dédalo, se componían de delgadas láminas de cobre o de bronce dispuestos sobre una estructura de madera. En el principio, las creaciones, arquitectónicas y escultóricas, refulgían como duras pupilas divinas.
Mircea Eliade[5] defendía que los herreros fueron los primeros artistas, los creadores del mundo. Apreciados, aunque temidos, por el control que ejercían sobre el fuego y los metales –elementos antitéticos que contraponían la dureza y lo danzante, lo gélido y lo ardiente-, los herreros vivían apartados, encerrados en rugientes forjas de las que, sin que se supiera bien cómo se lograba, salían joyas, armas, útiles cortantes, y las broncíneas paredes de los templos principales y de las moradas celestiales que sólo las almas de los difuntos alcanzaban a descubrir en su tránsito hacia lo más alto. Físicamente eran casi unos monstruos. La noción romántica del genio, según la cual el artista inspirado crea en connivencia con potencias infernales que le alientan, le inspiran ideas endemoniadas, se enraíza en la primigenia concepción del herrero, cuyos gestos aplacan o soliviantan las llamas. Pero este íntimo contacto con la energía vital de la tierra dejaba graves secuelas físicas. Los herreros vivían cerca del fuego al que no podían dejar de cuidar día y noche. No podían abandonar la forja. Casi nadie había podía verles. Aquélla, en cuyo oscuro interior resoplaban las llamas, estaba ubicada lejos del poblado, en los límites mismo del espacio habitado, para evitar que las llamas, en un momento de descuido, pudieran acaban con el pueblo. La lejanía, y el bramido de la hoguera, que el espacio interior amplificaba, como una voz cavernosa, dotaban a la forja y a los herreros de un aura temible. Nadie sabía a fe cierta que ocurría en el interior del taller. La falta de ventanas impedía otear cómo se trabajaba, se controlaba el fuego, se licuaban los metales que adoptaban mansamente las formas más insospechadas. Hojas cortantes, puntas aguzadas, curvadas cuchillas de hoces aceradas, de la forja salían inmisericordes útiles afilados con los que se cultivaba la tierra y se cercenaban vidas.
El recinto aparecía como un espacio mágico, encantado, y aterrador. Encerrados tras los gruesos muros del taller, carentes de oberturas, a fin que las llamas no pudieran desmandarse, el espacio que los herreros ocupaban era muy reducido. Por este motivo, las piernas, cuyos músculos apenas se ejercitaban, se quedaban en los huesos. Por el contrario, los brazos, que debían activar pesados sopletes y manejar gruesas pinzas de hierro, sin que el fuego los alcanzase, se curvaban como garfios y se desarrollaban en exceso, como los imponentes, y algo ridículos, músculos de Hércules. En Grecia, los míticos primeros herreros, llamados los Carcinos, hijos de Hefesto, el dios de la forja que, al igual que éstos, vivía en la isla de Lemnos, eran unos descomunales cangrejos. El término griego karkinos (cangrejo) también significaba pinza[6]. Los garfios superiores de los cangrejos se asemejaban a los brazos deformes de los herreros, endurecidos por el fuego, convertidos en eficacísimos instrumentos, unidos indisolublemente con las tenazas metálicas que manejaban, fusionados con éstas, curvados de tanto rodear el fuego. Al mismo tiempo, los cangrejos se desplazan de lado, debido a la desproporción que existe entre los miembros delanteros y posteriores, y sus movimientos erráticos recuerdan los andares renqueantes de los herreros, incapaces de desplazarse en línea recta debido a sus débiles piernas, cargadas por el excesivo peso de los brazos hipertrofiados. Los Carcinos eran seres primordiales, anteriores a las divinidades olímpicas. Cuando Hefesto nació, ya recorrían las entrañas de la tierra desde tiempos inmemoriales. Al igual que los Curetes (inventores del chalkos, el bronce), los Dactilos (cuyo nombre venía de dactulos o dactilos, dedo, por la inaudita agilidad de las manos, hábiles en los trabajos artesanos, especialmente los de la forja que requerían un control certero sobre las extremidades superiores a fin de no acabar escaldado y poder templar el metal) y los Telquines (del verbo thelgoo, encantar, operar mediante ardides o sortilegios), el mundo ya les pertenecía cuando Zeus, a quien cuidaron de niño, nació. Cuando el diluvio, del que sobrevivieron, ya poblaban las tierra, y su sabiduría y sus ardides eran legendarios. Se les adoraba –y se les temía como a magos cultos e inquietantes. Pero los hombres no podían vivir sin ellos. Todo lo que los humanos sabían, todas las artes y las técnicas gracias a las cuales domesticaron la tierra, les fue enseñado por estos genios ancestrales que incluso construyeron los primeros templos.
Los herreros, cuyo trabajo no se distinguía del obrar de los magos, y que los alquimistas, ya en época cristiana, prosiguieron (tratando de reencontrarse con el metal primordial, áureo, cuando, debido a la caída, la materia opaca no había eclipsado el eterno fulgor del oro, que era la carne de los dioses), eran, entonces, considerados, en todas o casi todas las culturas, como unos héroes fundadores o civilizadores, de quienes dependían los medios con los que los mortales pudieron sobreponerse a todas los calamidades con los que los nuevos dioses les afligieron.
Entre estos avances con los que la suerte de los humanos mejoró se hallaban las ciudades. La organización del espacio, delimitándolo y parcelándolo, así como la erección de muros defensivos, de un techo protector, fueron un excelente método de supervivencia. Los hombres, hasta entonces desperdigados, abandonados, pudieron reagruparse y cobijarse. El nacimiento de la arquitectura, agudamente contado por Vitrubio (De architectura, II, 1), culmina un proceso de lenta socialización, alrededor de un “hogar” –un fuego, y también una morada. Un día, un rayo prendió en unas ramas muertas. Las llamas se extendieron. El frío invernal cesó, y las tinieblas se disiparon. Los hombres aprendieron a controlar el fuego, y luego a despertarlo. Se juntaron formando corrillos alrededor de la lumbre. Las lenguas se soltaron. Los humanos empezaron a comunicarse, a convivir, a compartir conocimientos, bienes y espacios. Los primeros cantos se alzaron, y las danzas. Los pasos de los bailarines trazaban líneas, al principio inconexas, semejantes a enrevesados, laberínticos trazos, que poco a poco dibujaban, abrían caminos en el la tierra, componían surcos que iban parcelando el suelo[7]. Fueron las artes del fuego las que alumbraron un lugar, cálido y luminoso, donde refugiarse, calentarse, sintiéndose protegido.
No sólo los dioses de la forja fueron arquitectos. También los ceramistas, que necesitaban del fuego para cocer, y animar, sus creaciones, supieron crear espacios de acogida. Así, Prometeo, en Grecia, modeló estatuas con barro, creó incluso a los hombres, con la materia primera de la diosa-madre, y luego les entregó el fuego, robado del carro solar, para que no se perdieran en la noche y supieran, gracias a sus consejos, modelar y cocer ladrillos, y levantar paredes y techumbres, componiendo moradas, al abrigo del destino inmisericorde:

“Prometeo: (…) en un principio, aunque tenían visión, nada veían, y, a pesar de que oían, no oían nada, sino que, al igual que fantasmas de un sueño, durante su vida dilatada, todo lo iban amasando al azar.
No conocían las casas de adobe cocidos al sol, ni tampoco el trabajo de la madera, sino que habitaban bajo la tierra, como las ágiles hormigas, en el fondo de grutas sin sol.
(…) Hice que vieran con claridad las señales que encierran las llamas, que antes estaban sin luz para ellos. Tal fue mi obra.
Bajo la tierra hay metales útiles que estaban ocultos para los hombres: el cobre, el hierro, la plata y el oro. ¿Quién podría decir que los descubrió antes que yo? Nadie –bien lo sé-, a menos que se quiera decir falsedades”[8].

Prometeo, ¿un herrero? Bien lo tenía que ser, si quería edificar a y para los seres humanos.

Esta equiparación entre el herrero y el arquitecto, que daba lugar a una visión tan positiva del espacio construido, tan común en Grecia, ¿se podía aplicar al mundo hebreo?
Es sabido que la imagen de la ciudad que la Biblia ofrece está torcida. La Jerusalén celestial, que no requería templos para cobijar a la divinidad, era equiparada al Paraíso (en el que, bien es cierto, no cabía ciudad alguna), pero la misma ciudad terrenal, pese a estar bajo el influjo -o el embrujo- de su modelo aéreo, no siempre fue bien recibida. Para Pablo (quien no se apartaba de la tradición bíblica), la relación que la ciudad visible establecía con su modelo celestial era la misma que Agar, la esclava de Abraham, mantenía con Sara, su esposa: la Jerusalén celestial era una madre, libre; la terrenal estaba reducida, esclavizada (Ga 4, 25-26). Isaías (Is 1, 21) se preguntaba cómo Jerusalén había podido degradarse tanto hasta convertirse en una prostituta, en un nido de asesinos. Sodoma y Gomorra, añade el profeta (Is 1, 9-11), se han erigido en los modelos de las ciudades de Sión. Si las ciudades de Israel merecían semejante consideración, las urbes extranjeras, de las grandes potencias (Asiria, Babilonia), eran indefectiblemente proscritas. Habrá que esperar la descripción del palacio del legendario rey-sacerdote Juan, ya en plena Edad Media (s. XII), para que la ciudad Babilonia, convertida en una ala de su gigantesco palacio celestial, construido mil años antes por el apóstol Tomás, el patrón de los arquitectos, para Gundosforo, el rey de la India, dejara de ser arrastrada en el lodo y mereciera un juicio positivo[9]. A la ciudad de Damasco (también condenada por Jeremías a perecer por el fuego –Jr 49, 23-), Isaías augura un final próximo entre escombros, abandonada a los rebaños (Is 17, 1-2). Todo el texto profético de Isaías es una invectiva contra algunas grandes ciudades mesopotámicas: Babilonia, Tiro, Damasco, Asur (“Quebraré Asur en mi país, la pisotearé sobre mis montañas” –Is 14, 24-). La ciudad es sanguinaria, mancilla el suelo con deshechos, y mancilla su nombre, tan llena de desórdenes como se halla, advierte Ezequiel (Ez 22, 2-4). El profeta visionario se refiere a Jerusalén, la ciudad material, hecha carne, pero su diatriba bien podría dirigirse hacia cualquier urbe.
La edificación, sin embargo, no estaba proscrita en la Biblia, siempre que el arquitecto fuera Yahvé. Las ciudades de Judea, anunciaba un salmo (Sal lxix, 36), fueron construidas por Dios; los hombres no dejarán de construir en vano si, previamente, Yavhé no ha levantado una casa (Sal cxxvii, 1), como si de un acto modélico, y de una forma paradigmática, se tratara[10]. Tras la maldición y la destrucción, Yavhé levantó de nuevo los muros de Jerusalén con piedras preciosas, las almenas, con rubíes, y dispuso los cimientos de la muralla sobre zafires (Is 54, 11-12). Las piedras se alzaban sobre quistes de luz. Del mismo modo, restauró personalmente todas las ciudades de Judea convertidas en ruinas (Is 44, 26). Desde luego, Pablo no dudó en presentar a Dios como arquitecto y creador de una ciudad, dotada de todos los cimientos necesarios, que tenía que ser entregada a Abraham (He 11:10)[11]
Sin embargo, la arquitectura era juzgada de manera muy distinta cuando incumbía a los seres humanos. Cuando Yavhé construía, se consideraba que ayudaba a su pueblo, mientras que la edificación por parte de los hombres era juzgada como un acto de soberbia. El hecho de que importantes urbes se asentaran en Asiria y en Babilonia, que asediaban a Israel, no debía contribuir a mejorar la imagen de las grandes aglomeraciones urbanas.
En Sumer, en los inicios era la uru-ul-la (la ciudad eterna o de un tiempo lejano)[12]. Antes de que Nammu, la diosa madre, confundida con Abzu[13], las insondables aguas primordiales, diera a luz, en medio de un remolino acuático, a los principales dioses celestiales (An, Enlil, Enki, etc.), antes de que los ríos (id, que también denomina las aguas matriciales), las marismas, las tierras y los juncales fueran establecidos, en la tierra se hallaba uru-ul-la; la uru-ul-la era todo el espacio, como si el mundo en ciernes estuviera contenido en lo que se podría traducir por la ciudad de los orígenes. Dioses y humanos aún no existían y, sin embargo, la urbe primordial estaba habitada: las almas de los difuntos moraban en ella. Y de la ciudad de los muertos, sumida en la más absoluta oscuridad, la vida y la luz emergieron. La ciudad precedía la creación del mundo. Según alguna cosmogonía sumeria, aquélla era considerada como la condición para que el mundo visible e invisible llegara a ser. Incluso en aquellos mitos de los orígenes en los que la ciudad no preexistía, en los tiempos anteriores al diluvio, cuando los hombres no habían aún sufrido un segundo y definitivo castigo, siete ciudades, creadas y habitadas por divinidades, consideradas por este motivo sagradas, se destacaban muy por encima del resto de las urbes fundadas tras el descenso de las aguas. Las ciudades no fueron edificadas como un último refugio sino como un espacio creador, en el que la vida se alumbraba.
Sin embargo, la concepción de la creación del mundo era, para los hebreos, muy distinta a la que imperaba en Mesopotamia. El Paraíso, al igual que la Edad de Oro en el mundo latino, carecía de ciudades. Los mortales, en ausencia de enemigos (alimañas, espíritus y fantasmas, semejantes envidiosos y divinidades airadas), no necesitan un techo protector ni muros de defensa algunos. Toda la tierra, a la sombra del árbol de la vida, era perfectamente habitable. Y dioses, hombres y animales moraban en absoluta armonía, como lo muestran los nostálgicos cuadros norteños manieristas, pintados por protestantes, que representan el Edén y evocan tiempos de pureza tan alejados del boato católico romano.
Tras la caída, el hombre tuvo que esconderse y protegerse (de sí mismo y del iracundo ojo divino[14]); necesitaba ocultarse y, al mismo tiempo, descansar en un cobijo en el que, refugiado, pudiera detener su huida eterna a la que dios, por haber cometido el primer crimen de la historia que determinaría el destino de los mortales, le había condenado.
La primera ciudad, según la Biblia, fue obra de Caín[15]. Eva era su madre. Sobre este punto, no caben dudas. Pero, ¿y el padre? ¿Acaso era Adán? El texto bíblico nos explica que, tras haber dado a luz a Caín, su primer hijo, Eva exclamó: “he ganado un hombre con Yavhé” (Gn 4:1). Yavhé, ¿padre de Caín[16]? ¿Era, entonces, Eva, una diosa? ¡Cuánto no se ha escrito sobre esta enigmática frase. ¿Enigmática? Quizá, por el contrario, demasiado clara. Se ha comentado a menudo que la insólita creación de Eva, a partir de una costilla de Adán, habría sido inspirada por un mito sumerio según el cual, Enki -el dios que modeló al prototipo de los hombres, que les educó y les ayudó a sobreponerse a su sino, enseñándoles, como más tarde haría el griego Prometeo, a edificar templos y ciudades, a cultivar y a irrigar los campos y a organizar equitativamente el espacio-, tras crear y ordenar el mundo, se desmandó. Empezó a actuar sin respetar las leyes de la naturaleza. Como un ser ensordecido, ingirió plantas primigenias, hijas de la diosa-madre, a la que le faltó el respeto. Fue entonces cuando un atroz dolor le azuzó, entre otras partes del cuerpo, el costado. La diosa-madre lo abandonó a su suerte. Había violentado el ordenado reino natural. Enki supo hallar un remedio que restableció el equilibrio: creó a una diosa, llamada Ninti, afín de que lo curara y lo atendiera. Ti, en sumerio, significa costilla: Nin-ti era la Señora de la costilla. Era, de algún modo, el hada madrina, la cuidadora del dios, que supo serenarle[17].
Quizá queriendo hacer un juego de palabras, Eva, con su exclamación desafiante, dio nombre a su hijo: Caín. En efecto, Eva afirmó: “ganiti, es decir, he obtenido”. El verbo qanah (nhq), en hebreo, significa obtener, ganar. Pero también nombra la acción gracias a la cual se obtiene una ganancia, un bien o un ser: crear, incluso engendrar. El verbo no carece de importancia. Nombra la creación por excelencia, la creación de vida. Así, la Sabiduría sostiene que “Yavhé me creó (qnny), primicia de su actividad, antes de sus obras antiguas”, que fue “engendrada (por Él) (concepta, en la Vulgata) cuando no existían los océanos, cuando no había manantiales cargados de agua” (Pr 8: 22, 24). Del mismo modo, David, confuso y maravillado, alababa a Yavhé “porque tú has formado (qny) mi cuerpo, me has tejido (skny) en el vientre de mi madre” (Sal 139: 13). En este caso, el acto creativo era comparado o equiparado al de un tejedor o una tejedora. Qanah (crear) equivalía a sakhak (tejer). Huesos, ligamentos y músculos se entremezclaban como la trama y la urdimbre de una tela. En este ejemplo, además, la creación evocaba el gesto del primer arquitecto uniendo fibras vegetales, cañas, juncos o ramas para conformar la estructura y los paramentos de la primera morada. Tejido también estaba el cuerpo desgarrado de Job: “me tejiste (skkny) de huesos y tendones” (Jb 10:11).
Qanah podría estar emparentado con bara (los especialistas discuten sobre una posible raíz común). Este verbo, que se traduce por crear, nombra las acciones de Yavhé descritas en el Génesis, desde la creación del mundo hasta los seres vivos. Bara (y banah) tienen su equivalente en acadio: banû. Este verbo común denomina toda una serie de empresas divinas que tienen como fin el establecimiento del mundo. En el célebre poema cosmogónico babilónico Enuma eliš, así como en otros textos, banû es reiteradamente empleado para designar la aparición del cielo, el río cósmico, las aguas primordiales (el Apsû), los dioses (Ee, I, 9; 12) los astros, las nubes (Ee, V, 48), el polvo de donde sale todo y al que todo retorna (Ee, I, 107), las plantas, el ser humano (Ee, VI, 7; 33); incluso fenómenos naturales como el diluvio, y las propias obras de arte (desde edificios –Ee, IV, 145- hasta simples imágenes –Ee, V, 75-): todos han sido “banû”, es decir, creados o engendrados[18]. Banû aún resuena en castellano: la palabra “albañil” deriva, a través del árabe, del verbo acadio[19]. Es decir, se trata, y Bottéro insiste en este punto, en un término procedente del vocabulario arquitectónico, que nombra las acciones de un constructor, las cuales son asumidas como un referente para toda clase de gestos creativos (divinos y humanos) que tienen como fin el alumbramiento de seres y entes. En tanto que ejerce la acción de banû, la divinidad o el hombre se comporta como un constructor que da forma, crea formas. Así, en la traducción griega de la Biblia hebrea, el verbo hebreo banah (crear) se traduce habitualmente (en la descripción de los inicios en el Génesis, por ejemplo) por poiein (hacer, fabricar, confeccionar objetos pequeños y obras de arte tales como estatuas, así como edificar moradas, templos, altares; también significa inventar, incluso crear, alumbrar), pero también por ktizein (fundar) y kataskeuazein (aparejar, construir, amueblar): “Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha creado (katédeizen; en hebreo bânâ) estas cosas?”, exclamaba Isaías (Is 40:26). “En él (Cristo), fueron creadas (ektísthe; en la Vulgata, condita –fundadas-, lo que corrobora el vocabulario arquitectónico) todas las cosas” (Col 1:16), sostenía Pablo. Estos verbos pertenecen al vocabulario de la arquitectura; en particular, ktizein se refiere sobre todo a los gestos de un fundador de ciudades[20]. Un ktistes (un “escita”) no es un simple creador, sino que se trata de un fundador de asentamientos humanos. Su tarea se centra en la preparación del terreno a fin de permitir que los humanos se instalen para siempre. Así, el “escita” desbroza el territorio, cultiva las tierras y funda ciudades, tres acciones que se nombran, en griego, con el verbo ktizein, entre los que destacan, para nuestro estudio, los que se refieren a la las fases iniciales de la edificación: delimitar, parcelar y levantar estructuras. De lo que se deduce que la suerte de los colonos depende del ktistes. Sin él, seguirían su vida errante, sin hallar donde instalarse definitivamente, un destino no muy distinto al de Caín, condenado a errar eternamente tras el fratricidio cometido, toda vez que los colonos han sido desterrados de la metrópoli por los crímenes o faltas cometidos que manchan el buen nombre de su ciudad natal (a la que no podrán retornar) y causan toda clase de males, como los que asolaron la ciudad de Tebas tras los actos impíos que Edipo llevó a cabo.
La posible etimología del nombre propio Caín con el verbo qana estrechaba aún más la relación entre el primogénito de Eva y el acto fundacional. Algunos estudiosos[21] piensan que existiría, gracias a una raíz común, una conexión entre el verbo qana y el sustantivo qaneh (en acadio, qanû). Por lógica, dicha conexión parece fundada. Podemos intuir el significado de qaneh (o qanû), ya que varias lenguas modernas poseen una palabra que deriva de una lengua semita (el árabe, sin duda, derivado del acadio): una caña (une canne, en francés, a cane, en inglés, etc.). Los juncos eran materiales de construcción básicos, no sólo en el Próximo Oriente antiguo sino, hasta el endurecimiento del gobierno iraquí a mediados de los años noventa, en las marismas del delta del Tigres y el Eúfrates (hoy en el sur de Irak), desecadas por orden de Sadam Husein. Andamios, elementos estructurales e incluso paramentos estaban hechos con cañas que se confundían con las que la brisa mecía sobre las quietas aguas de las marismas, según cuenta la autobiografía del rey Gudea[22]. Las construcciones, insertadas sobre islas artificiales, hechas de cañas apiladas, en medio de los juncales, se mezclaban con éstos. La caña erguida, con la que se fabricaba el bastón de mando real, era lo que ordenaba el territorio. Qanû deriva del sumerio GI (caña). Este término entra en la composición de la expresión sumeria gi-na, que se traduce por ser estable. Ésta, a su vez, ha dado lugar al verbo acadio kunnu, de donde deriva kânu (que no qanû –un sustantivo-, aunque la raíz sumeria es la misma, y ambos se refieren a realidades interrelacionadas y poseen un abanico de significados parecidos). Kânu quiere decir instalar, establecer. Designa la acción de un arquitecto o un fundador cuando delimita un territorio, abre vías de comunicación y traza canales, y enraíza una construcción cuyos cimientos se adentran profundamente en el subsuelo. Así, por ejemplo, cuando, en una oración en acadio, se alababa al dios de la arquitectura Ea (Enki, en sumerio) por su acción creadora, cuando hubo fundado la tierra tras el primer gesto del dios supremo o dios-padre Anu (An, en sumerio) con el que engendró (rehû) el cielo, el verbo empleado, que es equiparado, puesto al mismo nivel, con rehû –procrear-, es kunnu[23].
Ocurre que el participio pasado acadio kunnu, fijo, fijamente establecido, traduce las nociones englobadas por el término sumerio zid, que son no sólo de orden físico, diría que arquitectónico o espacial, sino moral –si es que se pueden separar, ya que la verticalidad siempre se asocia a nociones de rectitud, y lo curvo o lo torcido, a lo impuro, lo desviado o lo siniestro-. Desde luego, nos encontramos nuevamente con un término propio del vocabulario arquitectónico, que alude a los beneficios de la construcción. Zi o zid significa recto o derecho, firme, bien hecho, con todas las connotaciones que aún imperan hoy en día, como ya hemos mencionado. No debería extrañarnos, entonces que zi también significase vida, la vida que el trabajo (recto) del arquitecto, organizando el espacio y erigiendo abrigos y techos protectores, aporta y garantiza. Estas instalaciones están sólida y firmemente colocadas. La desdibujada, ensombrecida vida del nómada cobra vigor y nitidez cuando halla por fin un espacio donde detenerse. El gesto o la gesta del fundador y del constructor es una apuesta por la vida y permite que ésta pueda desarrollarse, creando espacios iluminados en medio de la noche.
Lo que se desprende de estas consideraciones es una ruptura entre intenciones y logros. El dios sumerio de la arquitectura Enki (o Ea) era un maestro en ardides que algunos han comparado con los tricksters de las culturas tradicionales[24], dioses o genios maestros en las artes del engaño y la ilusión, capaces de imponerse, no por la fuerza, sino por la astucia, aprovechándose de la situación. Del mismo modo, Caín no es una figura luminosa. El crimen que comete precede la construcción de la primera ciudad. Pensamientos retuertos dan lugar a obras rectas. Los creadores o fundadores, ¿tienen que ser seres dúplices o criminales? La rectitud ¿solo incumbe a las acciones de una figura caracterizada como siniestra? Si Caín no hubiera cometido el primer crimen, ¿seríamos aún unos seres errantes, perdidos en el desierto?
El nombre de Caín podría tener otro origen –que, pese a la diferencia con el origen comentado hasta ahora, no se aparta del perfil establecido, al que matiza y dota de una mayor complejidad-. Según algunos estudiosos, se habría originado a partir de una raíz distinta. Caín provendría del hebreo qayin, el cual, a su vez, sería una traducción del sumerio (si es que el término es sumerio) tibira: escultor o metalista, herrero, en suma[25]. Tibira se escribe mediante dos signos cuneiformes: DUB y NAGAR. El primero, leído como urdu o urudu, significa cobre; el segundo, carpintero. Este último signo, en acadio (se leía alluttu o kušu), servía para denominar al cangrejo, las pinzas o tenazas (del herrero) y, finalmente, precedido del determinativo mul (estrella, en sumerio), que designaba las constelaciones, la constelación de Cáncer : en sumerio mulAL.LUL, “sede de Anu”, el dios-padre[26]. Al es azada –cuya forma curva recuerda la de las pinzas del cangrejo-; lul, se traduce por falso, engañoso, criminal incluso. La imagen del gran cangrejo es despiadada, semejante a las del dios griego Marte cuando cruza la constelación-. La figura de Caín, el agricultor, cuyos frutos fueron rechazados por Yavhé a favor del sacrificio de corderos recién nacidos por parte de su hermano gemelo Abel, no está lejos.
Retornamos a territorios ya explorados. Caín era el herrero –y, por este motivo, podríamos pensar, lógicamente edificó la primera ciudad. Cáncer luce en julio, el mes durante el cual una divinidad menor sumeria, creada por Enki, llamada Kulla, podía secar al sol los ladrillos hechos con barro moldeado, y empezar a levantar muros sin problemas ya que el suelo, tras las importantes lluvias primaverales que llegaban a provocar inundaciones, estaba seco. Por otra parte, se trataba de una constelación con muy pocas estrellas, cuyo brillo es débil. Se consideraba entonces que el cangrejo celestial era negro (como la piel requemada del herrero) y ciego (como todos los que trabajan encerrados y ante un potente foco de luz como un hogar, cuyas llamas queman las pupilas). Puede sorprender que al herrero se le denominase mediante la unión de las palabras cobre y carpintero; sin embargo, los primeros trabajos de metal, como los que, en Grecia, efectuaría Dédalo, no eran productos de fundición, sino que estaban compuestos por finas láminas metálicas martilleadas y clavadas sobre un andamiaje, oculto, de madera. Dado que las primeras edificaciones eran de madera, el carpintero era un constructor en el imaginario antiguo. Atenea, una de las divinidades griegas protectoras de los constructores, también lo era de los carpinteros. La arquitectura, como el primer templo de Delfos, obra de Apolo (el dios de la arquitectura griego), se componía mediante un recubrimiento vegetal o de barro, un trenzado vegetal sobre un perfecto entramado de vigas y pilares de madera.
Caín mató a su hermano Abel. El motivo del crimen no está claro. Yavhé habría aceptado las ofrendas de este último, y rechazado las de Caín[27]. Se ha dicho que Caín sintió celos de su hermano, mas el texto del Génesis es alusivo; nada aclara sobre la causa del crimen. Lo único que se sabe es que Caín cometió un fratricidio. Condenado a errar, fue expulsado del Paraíso. Huyó hacia el este del Edén, donde fundó una ciudad. La primera ciudad. ¿Existe una lógica que justifique esta sucesión de acciones: del crimen a la fundación[28]?
Tras el fratricidio, Yavhé condena a Caín al destierro: el suelo fértil cesa de acogerlo. Por más que se esfuerce cultivando la tierra, ésta se volverá súbitamente yerma. Caín sabe que se convertirá en un ser errante recorriendo la tierra sin rumbo. Después de obtener la protección de Yavhé a fin de impedir que cualquiera lo mate (la tierra, al parecer, estaba ya poblada, no se aclara por quienes), Caín se refugió en el País de los Errantes (llamado Nod, de nud, ir de un lado para otro), al este del Edén. Desde luego, en esta tierra se daban las condiciones para instalar una ciudad. Nadie descansaba aún ni tenía un espacio propio donde asentarse y morar. La ciudad iba a convertirse en lo que detendría el incesante y errático deambular, constituyéndose en una meta que orientaría y finalizaría el movimiento sin rumbo. “Caín conoció a su mujer que dio a luz a Enoch. Se convirtió en un constructor de ciudades y dio el nombre de su hijo a la ciudad, Enoch. A Henoch le nació Irad…” (Gn 4: 17-18). Como Hallo[29] ha observado agudamente, el texto (tanto en lenguas modernas como el español, el inglés o el francés, como en la Vulgata o en los Setenta –la Biblia griega-) es ambiguo. No queda claro que el constructor sea Caín. Podría ser Enoch. El nombre Enoch, con el que concluye la primera frase antes citada, podría ser una exclamación. En este caso, la ciudad, levantada por el hijo de Caín, llevaría el nombre del nieto de éste, Irad, palabra que Hallo asocia al de la ciudad sumeria de Eridu. En el imaginario sumerio, ésta era considerada como una de las siete ciudades antediluvianas, a las que precedía. Estaba situada en las aguas primordiales del Abzu, y Enki, el dios-constructor mesopotámico, quien inventó las artes edilicias y enseñó a los hombres a edificar, era su divinidad tutelar. La primera ciudad, ¿era Enoch (palabra, derivada del verbo hanak que significa empezar, dedicar, por lo que Enoch sería la ciudad de los inicios, pero también la ciudad bendecida) o Irad (también la ciudad de los comienzos)? Desde luego se trataba de una creación ligada al origen mismo del mundo.
Sin embargo, un quiebro se habría producido en el proceso de creación del mundo. La ciudad no era obra de Yavhé sino de Caín, o un descendiente suyo, perteneciente a un linaje maldito (la posteridad de Caín es pródiga en criminales, como Lamek, quien mató a un hombre y a un niño –Gn 4: 23-).
La figura excepcional del héroe civilizador y del héroe fundador, marcada por la “gemelidad”, un nacimiento extraordinario anunciado por hados (Jesús, Semiramis), casi siempre funestos (Segismundo, Perseo), una infancia rica en acontecimientos extraordinarios (como la expulsión, encerrado en una cesta, común a Moisés, Perseo, Sargón I, y Rómulo; la entrega al espacio indómito, asilvestrado, de la selva, el río o el mar), y la capacidad de cometer actos excepcionales, desde luchas dantescas con monstruos descomunales (a menudo serpientes o dragones espantosos), que incluso violan las reglas de convivencia (cometiendo crímenes horrísonos), que son rasgos que definen a menudo estas figuras, está presente en muchas culturas[30]. Recordemos incluso los enfrentamientos cósmicos entre Yavhé y Leviatán, Zeus y Tifón, o Apolo y Pitón. Esta figura mítica está marcada por la alternancia de actos destructivos y constructivos, de asesinatos seguidos, expiados por acciones que, de alguna manera, devuelven la vida que ha sido truncada. Estos actos tienen como fin la fundación de una ciudad. De Caín a Hércules, pasando por Edipo, Orestes, Sargón I, Seminaris, Alejandro (lista en la que héroes míticos alternan con figuras legendarias y personajes reales cuya vida adquirió pronto tintes heroicos), gran parte de los fundadores de ciudades presentan una biografía bastante común que, pese a las diferencias culturales y locales, parece seguir un guión parecido (en el que, no obstante, no siempre figuran todos los motivos míticos que componen la biografía de, por ejemplo, Cadmo, el mítico fundador de Tebas[31]). La turbia personalidad del fundador era lo que le facultaba para emprender una tarea tan hercúlea como la fundación de una ciudad que solía concluir un viaje errático tras la expulsión de la ciudad natal debido a los desmanes cometidos o los negros presagios que invitaban a deshacerse de una figura tan potencialmente conflictiva. El mismo dios griego de la arquitectura, Apolo, no era la luminosa y mesurada figura concebida en el Clasicismo, sino un dios ávido de sangre que recorría Grecia puñal en mano, como ha mostrado Detienne. Sin embargo, si bien algunos historiadores romanos se sentían incómodos ante la personalidad del fundador de Roma (quien asesinó a su hermano gemelo Remo antes de –o a fin de- emprender la delimitación del espacio urbano), rasgos que los Padres de la Iglesia no dudaron en destacar para denunciar el paganismo, la criminal figura del fundador no parecía causar problemas de conciencia alguno en el mundo antiguo. El destino de estas figuras era excepcional porque así lo habían decidido las potencias celestiales, y no les cabía más que cumplir con lo que el hado había determinado. Cualquier intento de torcer la suerte estaba condenado al fracaso, como bien experimentó Edipo.
Lo que caracteriza la imagen de Caín es el repudio que le afecta. La Biblia lo condena, pese a que su crimen es consecuencia de la indiferencia divina, como si Yavhé hubiera retado, hubiera empujado a Caín a cometer un crimen anunciado. El que Caín sea una figura patética y siniestra no es extraño. En esto coincide con la personalidad de muchos fundadores. Que la ciudad se cree como consecuencia o a continuación de la falta tampoco es singular. Sí lo es el descrédito, el repudio del espacio urbano, marcado por la figura del fundador; ¿acaso un juicio propio de una sociedad nómada? O quizá ¿un juicio marcado por la consideración que la construcción de la ciudad sólo puede ser una tarea divina que, cuando es emprendida por un mortal, conlleva y simboliza un enfrentamiento con Dios, y es causa y consecuencia de que el hombre se presente como el rival del cielo?[32] Quizá Caín pueda ser considerado el primer hombre en tanto que hombre porque se atrevió a edificar un mundo, una ciudad –recordemos que Enoch, nombre de la ciudad que fundara Caín, significa comienzo, y aparece como el inicio de unos nuevos tiempos que clausuran la edad de la gracia, inaugurada por Dios-. La fundación de la ciudad marcaría así el inicio de la edad del hombre, caracterizada no sólo por la aparición de la muerte sino por la conciencia de la propia condición mortal, como comenta Azúa : ante Dios, el hombre bajó los ojos; no quiso verse reflejado en la dura mirada divina que le devolvía su imagen súbitamente quebrada. La arquitectura era una prerrogativa divina. Cuando el hombre la asumió, se hizo Dios –o pretendió erigirse en Dios[33]. La ciudad, entonces, debía ser proscrita, y el hombre debía retornar a su condición de ser errante a la que Dios le condenó. La ciudad pretendía constituirse como un nuevo Paraíso con el que concluyera la maldición divina. Ponía en jaque la decisión de Yavhé. ¿Podía ser defendida entonces? ¿Es extraño que, desde entonces, el diablo, el gran destructor –diabole significa división, destrucción-, haya sido considerado como el instigador, el inspirador de los grandes constructores, quebrando la ley divina[34]?

Barcelona, noviembre de 2007


[1] DELCOURT, Marie: Héphaistos ou la légende du magicien, Les Belles Lettres, París, 1982, ps. 62-63.

[2] OLMO, Gregorio del: Mitos y leyendas de Canaan según la tradición de Ugarit, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1981, p. 128.

[3] LURI, Gregorio: Biografías de un mito. Prometeos, Trotta, Madrid, 2001, ps. 17-22.

[4] FRONTISI-DUCROUX, Françoise: Dédale. Mythologie de l´artisan en Grèce ancienne, François Maspéro, París, 1975, ps. 35-44.
[5] ELIADE, Mircea: Herreros y alquimistas, Alianza, Madrid, 1990 (1ª ed. francesa, 1956).

[6] DETIENNE, Marcel, VERNANT, Jean-Pierre: “Los pies de Hefesto”, Las artimañas de la inteligencia. La metis en la Grecia clásica, Taurus, Madrid, 1988, p. 241 (1ª ed. Francesa, 1974).
[7] POLIGNAC, François de: La naissance de la cité grecque, Ediciones La découverte, París, 1995.
[8] ESQUILO: Prometeo encadenado, 448-454, 498-504, PEREA, Bernardo (trad.): Esquilo. Tragedias, Gredos, Madrid, 1993, p. 559-560.

[9] TARDIEU, Michel: “”Sabbatiser suspendus au ciel”. Exercice du pouvoir et inventions technologiques dans l´architecture des résidences du Prêtre Jean », en : AZARA, Pedro, FRONTISI-DUCROUX, Françoise, LURI, Gregorio (eds.): Arquitecturas celestiales. Actas del coloquio internacional, Ediciones UPC, Barcelona, 2008 (en prensa).

[10] Ambas citas de los Salmos proceden de ELLUL, Jacques: Sans feu ni lieu. Signification biblique de la Grande Ville, Gallimard, 1975, ps. 57-58.

[11] Citado por GELIN, A. : « Jérusalem dans le dessein de Dieu », La vie spirituelle, 372 (1952), p. 374.

[12] DIJK, J. van : « Le motif cosmique dans la pensée sumérienne », Acta Orientalia, 28, 1-2 (1964), p. 13. La traducción de uru-ul-la como ciudad eterna es de HALLO, William W. : Origins. The Ancient Near Eastern Background of Some Modern Western Institutions, E.J. Brill, Leiden, Nueva York y Colonia, 1996, p. 13.

[13] BENITO, Carlo Alfredo : « Enki and Ninmah » and « Enki and the World Order ». A Dissertation in Oriental Studies, Ph.D., University of Pennsylvania, 1969, University Microfilms, Ann Arbor, Michigan, p. 12.

[14] « Hénoch dit : " Il faut faire une enceinte de toursSi terrible, que rien ne puisse approcher d'elle.Bâtissons une ville avec sa citadelle,Bâtissons une ville, et nous la fermerons. "Alors Tubalcaïn, père des forgerons,Construisit une ville énorme et surhumaine.Pendant qu'il travaillait, ses frères, dans la plaine,Chassaient les fils d'Enos et les enfants de Seth ;Et l'on crevait les yeux à quiconque passait ;Et, le soir, on lançait des flèches aux étoiles.Le granit remplaça la tente aux murs de toiles,On lia chaque bloc avec des noeuds de fer,Et la ville semblait une ville d'enfer ;L'ombre des tours faisait la nuit dans les campagnes ;Ils donnèrent aux murs l'épaisseur des montagnes ;Sur la porte on grava : " Défense à Dieu d'entrer. "Quand ils eurent fini de clore et de murer,On mit l'aïeul au centre en une tour de pierre ;Et lui restait lugubre et hagard. " Ô mon père !L'oeil a-t-il disparu ? " dit en tremblant Tsilla.Et Caïn répondit : " Non, il est toujours là. "Alors il dit: " je veux habiter sous la terreComme dans son sépulcre un homme solitaire ;Rien ne me verra plus, je ne verrai plus rien. "On fit donc une fosse, et Caïn dit " C'est bien ! "Puis il descendit seul sous cette voûte sombre.Quand il se fut assis sur sa chaise dans l'ombreEt qu'on eut sur son front fermé le souterrain,L'oeil était dans la tombe et regardait Caïn. »
(HUGO, Victor : « La conscience », La légende des siècles)

[15] AZÚA, Félix de: La invención de Caín, Alfaguara, Madrid, 1999.

[16] Según la secta de los Cainitas, Eva tuvo a Caín con Sophia, el dios superior y bueno, mientras que Yavhé, cruel y colérico, causante de sembrar resentimiento entre los hombres, era una divinidad inferior y maligna (BEREILLE, G.: “Cainites”, en VACANT, A., MANGENOT, E., AMANN, E. (eds.): Dictionnaire de Théologie Catholique, II, 2, Librería Letouzey et Ané, París, 1932, cols. 1307-1309).

[17] KRAMER, Samuel Noah : L´histoire commence à Sumer, Flammarion, 1994 (1ª ed. 1954 ; existe edición española), p. 198.

[18] BOTTÉRO, Jean: Mythes et rites de Babylone, Slatkine Reprints, Ginebra, 1996 (1ª ed. 1985) , p. 323. El hebreo banah y el acadio banû estarían emparentados con el acadio bunnû, crecer o hacer crecer plantas. Se diría entonces que el crecimiento vegetal es el paradigma de todo crecimiento; los edificios se alzarían como las plantas y los árboles se desarrollan, lo que explica que el Paraíso sea la tierra primordial y que la arquitectura, contrariamente a lo que acontece en la Biblia, no desentone en este espacio primigenio (LAMBERT, Wilfred G.: “Technical Terminology for Creation in the Ancient Near East”, en PROSECKY, Jiri (ed.): Intellectual Life in the Ancient Near East: ponencias presentadas en la 43º Reencontré Assyriologique Internationale, Praga, 1-5 de julio de 1996, Praga, Academy of Sciences of the Czech Republic, Oriental Institute, 1998, p. 193)

[19] Debo esta información al Dr. Gregorio del Olmo.
[20] CASEVITZ, M.: Le vocabulaire de la colonisation en grec ancien. Étude lexicologique, Klincksieck París, 1985. Véase también : DETIENNE, Marcel : « Défricher, fonder », Apollon le couteau à la main, Gallimard, París, 1998, ps. 26-28.

[21] Sin embargo, el Dr. Gregorio del Olmo considera que esta relación no está fundada.

[22] “Cilindro A de Gudea”, xxi, 17-18; véase la hermosa traducción de JACOBSEN, Thorkild: The Harps That Once…Sumerian Poetry in Translation, Yale University Press, New Haven y Londres, 1987, p. 414.

[23] BOTTÉRO, Jean: Op. Cit., p. 292

[24] DICKSON, Keith: “Enki and Ninhursag: The Trickster in Paradise”, Journal of the Near Eastern Studies, 66, 1 (2007), ps. 1-32.

[25] Entre los descendientes de Caín se halla Tubal-Caín, al que la Biblia señala explícitamente como “el antepasado de todos los herreros que trabajan el cobre y el hierro” (Gn 4:22) (Tubal, del hebreo yabal –Iby- significaría encabezar, dirigir. Se acentuaría así el parecido entre el herrero y el “ecistes”, el fundador que guía a los colonos hacia la tierra prometida donde se creará una nueva ciudad).

[26] “MUL.APIN”, tablilla I i7, en HUNGER, H., PINGREE, D.: MUL.APIN: An astronomical Compendium in Cuneiform, Archiv für Orientforschung, suplemento 14 (1989), p. 20.

[27] La ruptura entre los hombres y el cielo es consecuencia de un primer sacrificio mal ejecutado. Del mismo modo que, en Grecia, el engaño al que los hombres, encabezados por Prometeo, someten a Zeus, sacrificándole las partes innobles de la víctima sacrificada, desencadena la irrupción de los males que Pandora aporta y la apresurada entrega del fuego a los hombres para ahuyentar a aquéllos, irreparablemente sembrados en la tierra, y protegerse, la entrega de los peores frutos por parte de Caín, según algunos padres de la iglesia (PALIS, E.: “Cain”, Dictionnaire de la Bible, II, 1, Librería Letouzey et Ané, París, 1926, p. 37) desencadena la maldición de la humanidad y de todos sus esforzados trabajos. Es el sacrificio, que busca sellar una nueva alianza entre la tierra y el cielo, el que separa al hombre de dios, y está en el origen de la condición mortal de aquél y de la consiguiente necesidad de un techo protector, un hogar o una ciudad en el que refugiarse. El altar (y el fuego) son el punto central, y el origen del espacio urbano.

[28] LÉONARD-ROQUES, Véronique: “ »À l´Est d´Éden ». Du meurtre à la fondation », Caïn et Abel. Rivalité et responsabilité. Figures & Mythes, Ediciones du Rocher, París, 2007, ps. 105-150

[29] HALLO, William W.: Op. cit., ps. 11-12.

[30] RANK, Otto: El mito del nacimiento del héroe, Paidós, Barcelona, 1981 (1ª ed. alemana, 1922); DOUGHERTY, Carol: “Murderous Founders”, The Poetics of Colonisation. From City to Text in Archaic Greece, Oxford University Press, Oxford y Nueva York, 1993, ps. 31-44; AZARA, Pedro: “¿Por qué la fundación de la ciudad?, en AZARA, Pedro, MAR, Ricardo, RIU, Eduardo, SUBÍAS, Eva (eds.): La fundación de la ciudad, Ediciones UPC, Barcelona, 2000, ps. 157-162.

[31] VIAN, Francis: Les origines de Thèbes. Cadmos et les Spartes, Librería C. Klincksieck, París, 1963.

[32] Esta visión tan negativa de la actividad constructora y de la ciudad desaparece con el Cristianismo (para el cual Cristo es una piedra fundacional o una piedra de ángulo sobre la que la Iglesia, compuesta por las piedras vivientes que son los hombres, se asienta. De todos modos, Yavhé ya era considerado como un “santuario”, “un abrigo”, “una fortaleza” o “un refugio” en el Antiguo Testamento, por ejemplo en Ezequiel -Ez 11:16-, o en los Salmos –Sal 90:1; 91:2-. Igualmente, Cristo será considerado portador de un “santuario”, su cuerpo, o se presentará a sí mismo como el templo verdadero de la Jerusalén celestial –Jn 2:19-21; Ap 21:22-; mientras, los cristianos primitivos poseerán un templo que es su cuerpo donde morará el espíritu o el dios viviente, según Pablo -1Co 3:16-17; 6:19; 2Co 6:16). Así, Basilio de Cesárea, tras alabar las habilidades del ser humano, considera que la mejor parte de tierra donde mora el hombre “ha recibido todo lo que conviene al hábitat” (oikesin, de oikos, casa). Las moradas son el símbolo de la dignidad, la perfección del mundo. En cuanto a la segunda mejor parte, es indispensable para la agricultura (BASILIO DE CESÁREA: Sur l´origine de l´homme (Hom. X et XI de l´Hexaéméron), 272 B, en SMETS, Alexis, VAN ESBROECK, Michel (trads.), Sources Chrétiennes, vol. 26 bis, Ediciones du Cerf, París, 1970, p. 203). Basilio recupera, sin duda sin saberlo, las antiguas nociones sumerias de la ki-tuš y sobre todo de la ki-ùr. Ki-ùr, literalmente tierra (ki)-techo(ùr) es la tierra originaria en tanto que tierra protectora, habitable; tierra maternal (más que tierra-madre), que ofrece un techo, un abrigo, en la que uno se siente cobijado. Esta tierra es como una casa; es una verdadera morada. La arquitectura no se opone al espacio virgen sino que, muy por el contrario, lo califica en tanto que espacio de acogida. La tierra donde viven los hombres, que en los inicios de la historia, se confundía con Sumer, es un lugar concebido como un lugar recoleto y seguro. De ahí que ki-ùr también signifique ciudad, como observa van Dijk (DIJK, J. van: Op. cit., ps. 47-48). Igualmente, ki-tuš, aunque nombre espacios construidos por los dioses o por los hombres, también se refiere a la tierra entendida como un lugar de acogida y de recogida. Tuš significa tanto casa como habitar, establecerse, asentarse. La ki-tuš es la tierra hogareña, aquella que Enki, el dios de la arquitectura, habilita, como se canta en unos hermosos versos del mito “Enki y la habilitación del mundo”: “Lograste (oh Enki) que la gente se sienta segura en sus tierras o moradas –(…) ukù ki-tuš-ba bí-in-ge-en´” (“Enki y la habilitación del mundo” –Enki and the World Order-, 51, en BENITO, Carlo Alfredo: Op. cit., p. 116)

[33] San Agustín insiste reiteradamente (Ciudad de Dios, libros XV, XVI y XVIII) que Caín está en el origen de la ciudad de los hombres, de la que Babilonia, y posteriormente Roma (a la que llama la “nueva Babilonia”), son dos muestras destacables.

[34] Según Basilio, Caín era el “primus ille diaboli discipulus”, carcomido por la envidia ante la creación divina: BASILIUS MAGNUS: “Homilía de invidia”, Homilía XI, Homiliae et Sermones, en MIGNE, J.-P., MIGNE (ed.): Patrologiae Graeca PG, 31 (1857), 92D, col. 376. Esta opinión era compartida por Juan Crisóstomo: A Caín, al igual que al demonio, le movía el odio y la envidia (“nam sicut diabolus, odio et invidia motus…”): SAN JUAN CRISÓSTOMO: “In Cap. IV. Genes Homil.XIX”, Homiliae in Genesin, en MIGNE, J.-P.: Op. cit., 53(1862), col. 162.

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